DERIVA (según el diccionario de tejeda)

La deriva es un modo no programado de pasear y percibir la realidad urbana. El entorno se nos brinda con su infinita riqueza cuando no tenemos objetivo fijo, cuando la ausencia de propósito aparta de nuestra consideración la idea de errar o acertar y las cosas se nos brindan sin etiquetas, como un descubrimiento. la teoría de la deriva fue propuesta por Guy Debord en 1958.

En 2002, y a partir de un contundente archivo de más sesenta mil fotografías digitales, Floriam Bohm, Luca Pizzaroni y Wolfang Scheppe han propuesto una lectura de la ciudad- Endcommercial -que se parece poco a cualquier libro acerca de las ciudades y mucho, en cambio, a lo que vemos (o no vemos) cotidianamente en nuestro entorno urbano. Para Víctor Margolin, el interés del proyecto está en que expone las acciones, procesos y códigos de comunicación escondidos si no invisibles que constituyen la fábrica de la vida diaria para un gran número de personas.

La selección de Endcommercial se organiza editorialmente a través de una cuadrícula esquemática cuyos conceptos articuladores son sistema, orden e identidad. Voluminoso libro casi sin palabras, lo que nos deja entrever por medio de sus fotografías son quioscos, parquímetros cubiertos con bolsas de plástico, restos de bicicletas rotas aún atados a un poste, letreros a los cuales les faltan letras, espacios de publicidad vacíos, vendedores ambulantes, carritos de supermercado, trozos de pequeños afiches caseros pegados en puertas, muros, etc. Hay allí (siguiendo a Maturana y Varela) organismos sin prestigio declarado que, pese a todo, luchan por la supervivencia. Y se adivina en el procedimiento de los autores para obtener su vasto archivo de fotos ese vagar sin rumbo que es propio de la deriva.

Walter Benjamín había rescatado de Baudelaire aquello del flâneur que ha estimulado tanta cita: el paseante trata a la ciudad como paisaje y se pierde en ella del mismo modo que lo haría en un bosque, sin por ello despegarse de la noción de encierro permanente que es propia de los entornos urbanos. Quizá la ciudad que nos rodea (aquella parte enorme que no usamos) sea un laberinto, y entrar en él es cumplir un sueño clásico. Cuando caminamos a la manera sedentaria nuestra acción tiene como objeto la comunicación, el unir dos puntos. El desplazamiento nómade, en cambio, es abierto y sin fin, algo así como un círculo o una espiral. En la ciudad trabajamos, nos dedicamos a producir; en el territorio incivilizado el nómade deambula, recolecta y no tiene plazos ni horarios. La ciudad de hoy ha dejado, sin embargo, de constituir un recinto acotado y bajo control. Según Francesco Careri,

Si observamos la fotografía aérea de una ciudad cualquiera extendiéndose más allá de sus murallas, la imagen que nos sugerirá inmediatamente es la de un tejido orgánico con una textura filamentosa que forma un amasa con unos grumos más o menos densos.

¡Abandonarse! ¡Solicitaciones del terreno! Estamos aquí ante hechos que nuestro preciso ir o venir operativo por la ciudad no admiten con facilidad. Treinta años antes del pronunciamiento teórico de Debord, el 14 de abril de 1921, el grupo dadá había convocado en parís una acción urbana, un merodeo en torno a una vieja iglesia abandonada. Algunos años después los surrealistas organizaron una jornada peatonal hacia las afueras de París, para así formar contacto con el propio psiquismo de los caminantes a través del trato con el espacio abierto, un poco a la manera de las caminatas con que los románticos saludaban el terrorífico esplendor de la naturaleza: muchos cuadros de paisaje de aquella época, por ejemplo los de Caspar David Friedrich, muestran las grandes alturas, los hielos y despeñaderos, la caída de la tarde, siempre con la presencia de una figura humana con un bastoncillo de caminante, empequeñecida ante tanta agudeza. Para Michèle Bernstein, miembro del grupo situacionista, el medio mas indicado para practicar la deriva es el taxi, ya que al recorrer distancias variables en un tiempo dado, facilita la desorientación automática.

Los habitantes de la ciudad nos cuidamos por lo general de contar con un menú de recorridos, de rutas favoritas y habituales a las que somos fieles. Dentro de la gran circunferencia o figura poligonal que es el plano de cualquier gran ciudad de hoy, trazamos dos o tres canales por los cuales estamos acostumbrados a ir a pie o en vehículo. El resto de la ciudad es, crecientemente, terreno desconocido y hasta amenazante, campo abierto, naturaleza o selva de hormigón y gases contaminantes.

Los autores de las guías turísticas, por su parte, intentan anclar el recorrido posible de los visitantes por medio de rutas o paseos numerados o clasificados según colores, que pasan por vistas, lugares culminantes o sitios pintorescos, pero en su mayor parte los turistas no andan a la busca de experiencias, sino de imágenes. Lo suyo es comprobar que ellos pueden superponerse a un escenario simbólico (Torre Eiffel, Santa Sofía, Parque Güell, etc.) formando un todo personalizado, normalmente una instantánea.

El objetivo de la deriva, en cambio, es precisamente el azar o más que eso, la falta de propósito. El caminante se deja deslizar por el terreno urbano, no pretende llegar a ningún sitio especial, no tiene prisa. Se comporta como un nómade dentro de un espacio sedentario. No está ni en lo propio ni el lo ajeno.

Caminamos o vagamos pues a la deriva, y nos aparece lentamente un universo a nuestro alrededor. Los detalles visuales están por doquier: la forma del pavimento, las pretensiones de un pequeño jardín exterior de casa pareada, la sombra de una farola, el neumático de un coche, los dibujos de los pasos de cebra sobre el asfalto, los tejados, las rejas con sus diversos colores, las cornisas, las esquinas, los números de las casas, los muros desconchados o recién cubiertos de pintura. Detrás de ellos se adivina el pulso de innumerables autores anónimos, y no sabemos si frente a un portal se desarrolló una tarde una escena de amor desesperada o simplemente es aquello un mero trozo de banalidad vacía. El vendedor del quiosco ha construido a su alrededor un hábitat con muebles, un perro, letreros y hasta un pote de comida. Pero nuestro andar es mudo y se alimenta de detalles leves, no es aún inteligente: no queremos entender, sino simplemente sentir. El color de las cosas –cosas construidas o fabricadas- no tiene para nosotros una función; lo vemos del mismo modo absorto o distraído con que los disminuídos paseantes del romanticismo observaban las cortezas de los árboles o las gradaciones del cielo. La deriva nos permite experimentar antes de clasificar, y es gracias a esa mirada banal, no hecha aún cultura, ajena la propiedad privada, que se nos puede aparecer a la vista la parte inmensamente sumergida del entorno: la supervivencia de sistemas u organismos improvisados pero persistentes que forman parte del tejido urbano.

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